domingo, 28 de noviembre de 2010

Empiezan las prácticas. El primer parto


Me llamó la comadrona de parto en casa para ofrecerme mi primera labor como doula. Era un posparto. El bebé ya tenía un mes. La mujer iba a parir en su casa pero sintió que algo no iba bien y se marchó al hospital. Fue una cesárea y estuvieron 48 horas separados la mamá y el bebé. Al niño le dieron biberones glucosados y de los de leche artificial. La madre estaba llevando una lactancia mixta. Pero ahora quería sólo darle pecho. Por eso llamaron a una doula. Yo le comenté que era mi primer servicio, que no cobraría pues estaba en prácticas. Ella aceptó. Recuerdo momentos muy duros, la casa muy oscura, ella estaba al borde de la depresión posparto, pero tenía mucha fuerza. De verdad quería dejar de darle biberones a su hijo. Eran visitas en las que charlábamos un poco y enseguida nos poníamos a intentarlo. Digo “nos poníamos” porque la mamá amamantaba a su hijo y ambos lloraban y yo me sentaba al lado de ellos y contenía a la mujer.  También paseábamos y en el parque surgían conversaciones muy interesantes. Descubrí el dolor que produce la separación. Descubrí cuán llena de culpa está la maternidad en nuestra sociedad. Descubrí que el compañero tiene un papel fundamental en el apoyo emocional y logístico de la diada. Descubrí muchas cosas. Después de las visitas, llamaba a mi tutora de Barcelona. Le contaba cómo había ido, lo que habíamos hecho, las cosas que a mí me parecían que iban a funcionar, etc… Sentía la gran responsabilidad que implicaba este trabajo. La mujer está tan vulnerable que es muy fácil manipularla por lo que me parecía que tenía que estar triplemente atenta a cada palabra que pudiese decirle o cada gesto que hiciera, pues está en un momento que puede ser muy influenciable, o que puede entregarte un poder que no tienes (inconscientemente, pero es fácil que lo haga). Me parecía complicado opinar, aunque me lo pidiera. Pero ahí iba yo a mis primeras visitas posparto, con todo el amor y la ilusión, con mis inseguridades y descubriendo que estaba aprendiendo más yo que ella. Curioso.
Finalmente esa madre logró darle sólo pecho a su hijo. Fue muy bello el último encuentro. Ella estaba radiante y me dijo “realmente dedícate a esto, que se te da muy bien”. Fue muy alentador escuchar estas palabras, era una señal más de que mi corazón estaba en lo cierto.
También era muy consciente de cuánto me quedaba por aprender y de cuán difícil era esta profesión. Pero me sentía contenta. Había realizado mi primer acompañamiento.

Hice un viaje a Zaragoza, a una convención, que nada tenía que ver con el mundillo de la maternidad. Cuál sería mi sorpresa (¡otra, sí!) a la hora de la comida al verme sentada frente a una embarazada. Nos pusimos a hablar, me contó que era madre soltera y que iba a parir en Acuario, una clínica al este de España, donde se asisten partos respetados y hay opción de tener los bebés en el agua, si así es tu deseo (y el de tu bebé). Me ofrecí a acompañarla, total, llegaba el verano y yo no tenía mucho plan. Aceptó.
Su idea era llegar unas semanas antes de la fecha probable de parto y esperar a que naciera su bebé pacíficamente. Luego regresar a Huesca, donde vivía.
Íbamos hablando por teléfono, me iba contando sus planes y así nos conocíamos. Un día se me ocurrió que, ya que iba a ir a acuario a estar con esta mamá, podría llamar a la clínica y preguntar si me permitían estar ahí más tiempo y acompañar otros partos también.
Nueva sorpresa: llamé por teléfono, me atendió una comadrona majísima, me animó a que fuera y fijamos una fecha.
Otra de las decisiones que daría un giro a mi vida. ¡A estas alturas parecía una veleta de tanto girar! Una veleta feliz…



Otra vez el tema económico no me impidió ir allí. Yo tenía un coche pequeño, un citroen saxo. Le quité el asiento de atrás y bajé los respaldos. Le cosí unas cortinitas, puse un colchón, un camping gas, una caja con cereales y legumbres y unas cuerdas elásticas en el techo para dejar cosas ahí enganchadas y poder tener la “casa” ordenada. Me acababa de montar mi autocaravana veraniega, pues no me podía permitir pagar un alojamiento en temporada alta (ni en baja).
Allá que fui. Salí muy tempranito con mi “furgo-casa” (el citroen saxo) y llegué a la clínica a las dos de la tarde. Estaba de guardia una matrona alemana, jovencita. Me mostró los paritorios y charlamos un rato. Me dijo que ese día estaba tranquilo y que ella apuntaba en el tablón de anuncios que yo había llegado y, en caso de que hubiera partos, me llamaran.
Me fui a la playa y me senté frente a la Mar, mi gran compañera, mi fuente de mensajes cósmicos. Llegó la noche. El teléfono no sonaba. Yo estaba cansada. Me sentía sola. Mi mente intentaba boicotearme preguntándome si había hecho bien en venir hasta aquí. Descubrí la soledad de la espera. En un pueblo que no conocía a nadie. Intentando practicar una profesión que no sabía bien de qué iba. Metida en mi coche,  cocinando quinoa. Me quedé dormida y el teléfono no sonó en toda la noche, ni al día siguiente.
Sobre las 7 de la tarde decidí que me iba a acercar a Acuario. Al menos haría algo más interesante que estar esperando en la playa (con todos mis respetos a ese bellísimo paraje).
Recuerdo exactamente mi llegada a la clínica. Pregunté en recepción y me dijeron por dónde tenía que entrar. Me quedé de pie en el pasillo, esperando a que llegara la comadrona. Justo en ese momento salía un cadáver. Lo llevaban en una camilla, tapado (¿o tapada?). Me asombré pues yo creía que iba a una maternidad. No tenía ni idea que había más especialidades. Pensé cuán cerca están el nacimiento y la muerte y qué misterioso es el período que hay entre ambos eventos. Así fue mi llegada. Trascendental, profunda, real.
A veces, en esta profesión, tiendes a perderte en lo bello, lo sutil, la alegría… y, me parece interesante, no olvidar que la vida y la muerte van de la mano, que es muy fina la línea que las separa, que hay momentos para reír y otros para llorar, que hay dolor, miedo, frustración, rabia, incomprensión, desasosiego, cansancio….que hay bebés que nacen muertos y otros mueren antes de nacer. Que es inevitable que suceda lo que ha de suceder. Creo que ese es el trabajo mayor alrededor del nacimiento, la aceptación de la muerte y disfrutar la vida.
Regresemos a Acuario. Recién llegada y ¡sorpresa! La comadrona que está de guardia es la misma con la que había hablado por teléfono. Esa mujer maravillosa que me animó a ir a aprender con ellos.  Ese bello ángel que me abrazó con todo su ser, me “adoptó”, me guió y me mostró cuán fácil puede ser el parto-nacimiento. Con el paso de los días, la terminé llamando Títa Gloria. ¡Sí, como una tía muy querida que te cuida y te enseña!
Había una mujer de parto. Estaba dilatando despacito, tranquila, dando paseos por el jardín, con su marido. Era una parejita joven, bien bonitos y enamoradísimos.
Gloria y yo nos quedamos conversando mucho rato. Era fantástico poder escuchar a una mujer tan sabia. Una vez más, la vida me regalaba el poder compartir con alguien que lleva muchos años al lado de mujeres pariendo respetadas y rodeadas de amor.
Recuerdo que hablamos de muchísimas cosas. Mientras, la parejita joven estaba en el paritorio, con su música y bailando, amándose, viviendo el momento.
Aquellos paritorios me parecían una pasada. “La cama”, por llamarla de alguna manera, era como un trono de reina ¡qué menos! Grande, cómoda, con cojines. Los colores de la habitación eran suaves. Había una bañera, una pelota, una mecedora y, algo importantísimo, el material médico, no se veía por ningún lado. Está dentro de un armarito.


Iban pasando las horas, cayó el atardecer y llegó el cobijo de la noche. El parto iba cogiendo más ritmo pero, aún así, era tranquilo, sosegado, con mucha calma y amor. Yo estaba fascinada con todo. Gloria y yo salíamos al jardín a ver estrellas y conversar en la cálida noche veraniega. Hubo dos cosas, de todo lo que me contó Gloria, que se me quedaron grabadas a fuego. Cuando hablamos de cuántos partos suceden de noche, ella dijo: “Intimidad, eso es lo que te da la noche…” ¡guau! (pensé yo). La segunda frase, la que más me impactó, fue su respuesta a la pregunta “¿y tú te sigues emocionando después de tantos años asistiendo partos?” y ella contestó “¡Claro! El día que deje de hacerlo, dejo esta profesión”.  Ya la admiraba ¡y aún no la había visto en acción!
Pasé toda la noche pensando que ese iba a ser el primer parto que acompañara (aunque, en realidad, yo no tenía que hacer nada, pues ya estaba la comadrona, pero para mí era un honor que me permitieran estar ahí). Lo curioso es que, como a las tres de la mañana, llama por teléfono una mujer, avisando que está de parto y que va para la clínica. Era su tercer hijo. Al rato llegó. Recuerdo perfectamente que entró por atrás porque fui yo quien la recibió. Pasó al otro paritorio, le llenamos la bañera, se metió a cuatro patas y parió. La niña venía con una vuelta de cordón que Enrique, el ginecólogo, quitó rápida y hábilmente. Y ese fue “mi” primer parto. Yo estaba anonadada. ¡Fue tan fugaz, que ni medió tiempo de asimilar! En seguida la mujer subió a la habitación y ya no volví a ver a esa pareja más. Pensé “qué curioso, yo también nací la tercera y a toda velocidad”.  Pero, he de confesar que yo siento que el primer parto fue el de la parejita joven. El otro, para mí, fue visto y no visto y ni supe los nombres de las personas (obviamente en la clínica ya les conocían, pero yo no).
Pasaron un par de horas más y la mujer joven estaba ya cansada pero no desanimada. Su familia estaba con ella: la mamá, el novio de la mamá, su hermana, luego vino el padre un rato…Llegó un momento que parecía que el parto se estaba atascando. Salimos al jardín Gloria y yo. Casi sin hablar nos dijimos “cuánta gente hay en ese paritorio, la madre está sufriendo por su hija, se está estancando la energía, habrá que invitarla a salir”. ¡ja! El primer parto (el otro fue tan rápido que ni cuenta me dí) y me toca a mí ser la que invite a la madre a salir del paritorio. Eso sí que es llegar y besar el santo. Total, que me armé de valor y sutileza y le sugerí que se fuera a descansar, ella no quería. Yo le decía que todavía faltaba un rato, que mejor durmiera un poco. Ella no cedía. Pero, finalmente comprendió que era mejor que su hija se quedara sola con su marido.
Ahí comprendí muchas cosas. Son sólo teorías mías pero creo que no están desencaminadas. Todos nacemos. Cuando estamos en un parto, revivimos nuestro propio nacimiento. Si eres mujer y has parido, revives tu nacimiento más tus partos. Si eres la madre de la mujer que está pariendo, revives tu nacimiento, tus partos y el parto de la mujer de tu hija. Tú sabes lo que es parir, recuerdas el día en que ella nació, y todo lo que se mueve en un parto-nacimiento. Y sufres. Sufres porque ves a tu hija sufrir. Y te duele, y no lo soportas y serías capaz de parir por ella para que no lo pase mal. Y esa energía puede bloquear la fluidez del momento. Y tienes que comprender que tu hija ha de parir ella. Que igual que lo pasaste tú, ahora es su momento y nadie lo puede hacer por ella.
Total, que la familia salió del paritorio con la promesa de que les íbamos a buscar cuando ya estuviera naciendo el bebé, así estaban presentes.
Pasaron como dos horas más. Fue intensísimo. El niño había encajado la cabecita un poco torcida. Había pujos que no eran efectivos. La mujer gritaba desde su garganta. Yo sentía que ella estaba teniendo miedo y que se le iba toda la fuerza por la boca, y así no podía empujar.
Me acerqué y le susurré al oído, después de una contracción y con todo mi amor, “centra tu energía hacia dentro y hacia abajo”. En la siguiente contracción, el ginecólogo (que había venido porque la cabecita no estaba muy bien encajada) le dice “en vez de gritar, empuja, que se te va la energía por la boca”. Yo abrí los ojos y me sorprendí (¿cómo supe que eso era lo que le iba a funcionar?).
Años más tarde aprendería que los gritos de garganta son de miedo y, los que salen de las entrañas, son los primitivos, los de parto. Los primeros son agudos y están encajados en la laringe. Los segundo son graves, fuertes, como de animal…
Al rato se produjo una escena que me dejó boquiabierta. Estaba le estaba costando mucho al bebé descender. El gine ayudaba para que se colocara la cabecita bien. Cuánto amor irradiaba ese hombre. Qué suavidad y dulzura. Llegó un momento que le dijo, si en la siguiente contracción no nace, tendré que hacerte una episiotomía, están descendiendo los latidos. Yo respiraba profundo. Sabía que estaba en una clínica donde las actuaciones estaban justificadas, no se hacen porque sí. Pero, la verdad, no me hacía mucha gracia lo de la episiotomía. Llegó la siguiente contracción y él se giró a coger las tijeras pero, de repente la comadrona le cogió del brazo y le dijo “espera, escucha”. Él soltó las tijeras. Escuchó. El niño nació y la madre no recibió ningún corte en la vulva. Yo estaba impresionada, maravillada. Todo mi Ser era un cúmulo de emociones bellas. La alegría del nacimiento, la felicidad de esa familia y el hecho de que un ginecólogo hiciera caso a una comadrona. Era todo estupendo. Por suerte, Gloria se acordó de ir a buscar a la mamá de la parturienta. Yo, aparte de que me había olvidado, tenía mi mano cogida con todas sus fuerzas por aquella mujer que estaba pariendo.
Al alumbrar la placenta y dejarles estar en familia, nos fuimos al cuartito de las matronas. Allí me cebé a preguntarle dudas a Enrique que, con todo su amor y paciencia (¡eran las 7 de la mañana!) me contestó amablemente. Una cosa que me llegó al alma: me preguntó dónde trabajaba. Yo fruncí el ceño, no entendiendo, y le contesté  “soy profesora de yoga, este es mi primer parto”, a lo que él replicó “pues lo debes haber hecho otras vidas”… me llené de júbilo (también se me infló un poquito el ego). Imagínate, mi primera vez y alguien que lleva muchos años, me dice algo así.
Esa mañana salí de la clínica muy contenta, habiendo presenciado dos partos, y me fui a la playa a dormir ¡qué calor y cuánta felicidad!

Un curso de doula



Fueron pasando los 7 meses del curso. Nunca sabía si me iba a llegar el dinero pero, misteriosamente, aparecía un masaje a última hora o una alumna nueva o algo que hacía que se concretara el hecho de poder ir a mi curso cada mes. Fue la mejor inversión que he hecho en mi vida. Y es que no hay dinero que pague todo lo que me llevé de allí. Un montón de amigas-hermanas, ratos muy agradables, verdades como casas de grandes, conocimientos múltiples sobre el parto, el nacimiento y la lactancia. Bebés maravillosos y familias muy diferentes a las que conocía hasta ahora. Me llevé la certeza de que no estaba loca o, al menos, que había más gente igual de “loca” que yo.
Conocí un montón de profesionales que nos aportaban todo su conocimiento, su sabiduría, sus años de experiencia, sus datos científicos, su lenguaje del corazón…tanto, tanto que darnos ¡y nosotras nos lo bebíamos a borbotones! Estaba encantada a cada segundo que pasaba. Todo me parecía nuevo y, a la vez, era como si ya lo supiese. Como si ese conocimiento, en realidad, fuera tan ancestral que estaba en mi memoria celular. Simplemente me lo estaban recordando.
A mitad de curso, más o menos, nos comentaron que teníamos que empezar a hacer prácticas. ¡¿Qué?! Yo me agobié un poco. No sabía ni cómo empezar. Me sentía sola en Madrid pues casi todas las chicas del curso eran de Cataluña. Total, que pasaba el curso y yo no acompañaba a nadie. Mi tutora (la llamaré así para no revelar su identidad) que también era la mujer que me alojaba en su casa, me decía que no me preocupara, que todo llega, que no tuviera prisa. ¡Qué razón tenía! Ella me dijo “serás una muy buena doula, te sentirás solita en Madrid pero llevarás las doulas a esta ciudad”. No comprendí muy bien sus palabras hasta un tiempo después, en el que me sentí muy sola en Madrid…
Cuando terminó el curso nos sentíamos tristes por un lado y felices por otro. Había llegado el momento de la verdad, de recorrer cada una su camino como doula. ¿Qué nos depararía la vida? Algo bueno, seguro, pero ¿qué?
Yo me puse en contacto con una comadrona de partos en casa. Quedamos a tomar algo y le conté que me acababa de formar y quería empezar a hacer prácticas. Ella me dijo que me llamaría. Mi espíritu inquieto se removía esperando y no sabía bien qué hacer para comenzar.
Me llegó un mail de un curso de parto en cuclillas,  en Málaga. Lo impartían un ginecólogo y una psicóloga de Brasil. Allá que fui. La organizadora del curso resultó ser una mujer muy especial, integrante de la “Plataforma proderechos del nacimiento”. El curso fue una exquisitez y los profesores me encantaron. Éramos pocas alumnas, unas seis, con lo que nos cundió muchísimo porque era un ambiente muy familiar. Al terminar, el domingo, me quedé a comer con ellos y nació una amistad muy bonita. Apareció mi otra “hada madrina” (la primera era mi tutora de Barcelona). Ella me habló de un ginecólogo en Madrid que era un amor, un hombre que asiste partos de una manera muy respetada, con mucha consciencia. Me dijo que tenía que conocerlo, que me iba a poner en contacto con él. ¿Sabes cuando las cosas están tan bien encaminadas que van rapidísimo y llenas de sincronías? Pues eso sucedió.
A los pocos días, el ginecólogo y la psicóloga, llegaron a Madrid y yo les fui a buscar al aeropuerto. Se alojaron una noche en mi casa. Ellos estaban muy agradecidos y yo estaba contentísima de poder conversar con gente tan experta y conocedora del tema. Para mí, de momento, sólo había teoría.
Al día siguiente me comentan si los puedo llevar en coche a casa de un amigo, que se iban a hospedar ahí. Cuando estábamos yendo, me dicen que es el ginecólogo que mi hada madrina me había dicho que tenía que conocer. Mágico ¿no?
Recuerdo perfectamente esa tarde. Subimos a la casa y había allí dos personas: el ginecólogo, que se convertiría en un gran amigo, y una partera mexicana, del estado de Chiapas. Quedé impactada por ambos aunque, siendo totalmente sincera, ella me impresionó más. Será por mi conexión con México, con los Mayas, con la partería ancestral, con la naturaleza, yo que sé… pero en seguida le pregunté si podía ir a estudiar con ella. Me contestó que sí, que seguíamos en contacto, que al año siguiente había un congreso que organizaba ella.
Hablamos un montón, la partera, la psicóloga, los dos gines y yo ¡era increíble! Yo escuchando esas conversaciones y viendo videos de partos gemelares desasistidos y “codeándome” con gente tan sabia… era un sueño hecho realidad ¡y todos los que me quedarían!
Ese día algo cambió. Supe que iba a ir a Chiapas y entendí que hay muchos caminos para llegar a la partería. Pero no me voy a adelantar, pues quedan cuatro años por delante…

¿El principio?



Sentada frente al mar mediterráneo, junto a mi madre, le dije: “quiero ser partera”. Todo mi ser vibraba, pulsaba al ritmo de mi alma. Algo dentro mío había hecho emerger esas palabras, como si vinieran de lejos. Nunca antes me había planteado algo así y ahora mis labios pronunciaban este deseo profundo.
Quedé impactada al enterarme de que, en España, la carrera de matrona (como se llama allí a las mujeres que asisten partos) era una especialidad de enfermería. Realmente no lo entendí. Fue como si mi cerebro hubiera cortocircuitado. No me parecía lógico. Claro que lo que es lógico para unos, puede que no lo sea para otros…
No comprendía qué tenía que ver la enfermería con el nacimiento. Pensé “quizá no es este mi camino” y me olvidé del asunto.
Cuando llegué a Madrid, comencé a impartir clases de yoga, creyendo en ese momento que esa sí era mi labor. Pero no tardé mucho tiempo en volver a sorprenderme. La vida es muy mágica y, si algo está destinado a ser, es. En ese momento se estaban tejiendo todos los hilos de la red que me atraparía para siempre. Si me hubieran dicho que me iba a suceder todo lo que aconteció, no estoy muy segura de haberlo creído.
Ocurrió que fueron llegando mujeres embarazadas a recibir yoga. Yo estaba encantada de darles clase y aprendía mucho con ellas. Un día una de ellas me comentó que el día 18 tenía cita para parir. Yo abrí los ojos bien grande. Otra cosa más que no me encajaba. Siempre había pensado que el parto empezaba y luego ibas al hospital. ¿Cómo se podía entonces tener cita para parir? Así fue como conocí las inducciones.  Ese parto terminó en cesárea, después de 24 horas de inducción y sufrimiento fetal (y no te cuento el de la mamá y el papá).
Otro día una alumna me comentó “yo preferiría que me durmieran entera y me lo sacaran y no enterarme de nada”. Un frío profundo recorrió mi espina dorsal. ¿Qué estaba pasando que yo cada vez entendía menos?
Esa mujer parió estupendamente sin anestesia y quedó feliz. Pero en mi interior surgían infinitas preguntas. ¿Qué era lo que estábamos haciendo como especie? ¿Cuán lejos aún pretendíamos llegar en nuestra desconexión con la naturaleza? ¿Cuánto más íbamos a alejarnos de nuestro instinto? ¿Y de nuestra intuición? ¿Para qué servía tanta postura de yoga, tanta respiración, si luego entrabas en un hospital y te anulaban? ¿Qué lugar podía dejar a todo lo que yo sentía, en una sociedad tan absurda? ¿Había más gente que pensaba como yo?

Continué dando clases de yoga a embarazadas y mamás con bebés. A veces sentía que toda la labor que hacíamos en clase era inútil, que era imposible que pudieran llegar a utilizar estas técnicas en los fríos paritorios bajo órdenes que iban contra la naturaleza del acto. No estaba desanimada pero me parecía que había piezas que no me encajaban en este puzle.
Llegó el verano y quiso la vida que pasara “por casualidad” una noche en casa de una amiga de Bilbao. Allí vi un tríptico que anunciaba a unas mujeres que acompañaban durante el  embarazo, parto y posparto. Mi amiga me dijo “eso te va a gustar a ti”. Me quedé con la palabra doula rondando en mi confusa cabecita. Y continué viaje hasta los bosques de Galicia.
Tuvo que pasar otro año de clases y relatos que no me cuadraban, pero en mi interior se estaba gestando algo que ni yo misma sospechaba.
Pasé un verano muy intenso en una cueva junto a la Mar….¡Ay, la Mar! ¡Cuántos mensajes me trae siempre! Y, entonces, sucedió: volví a Madrid y puse la palabra “doula” en internet y ¡ta chan! Apareció un curso de siete meses en Barcelona. Mi corazón brincaba que parecía que iba a salir volando de mi pecho. Otra vez todo mi ser pulsaba. Algo más grande que la fuerza de un huracán me dijo SI. Y me puse manos a la obra. En esos momentos mi economía no era muy boyante  y tuve que pedir dinero prestado para la matrícula. Estaba ansiosa, emocionada, como una niña pequeña. Aún faltaba para empezar el curso pero tenía tanta ilusión que ¡hasta me hacía ilusión la espera! Me lo estaba saboreando.
Unos días ante me compré el billete de autobús y me empecé a sentir rara, como si me fuera a morir. De hecho, el día que monté en el bus, sentía que me moría. Era una sensación muy intensa. Llegué a Barcelona y tomé un tren de cercanías para alojarme en casa de las personas que se habían ofrecido. ¡Otra grata sorpresa! Justo me hospedaba en casa de una de las organizadoras del curso. Era increíble. Me contó de sus comienzos, de los principios de la asociación, de los pormenores, de las vivencias bonitas y de las más duras. Yo estaba como flotando, en una casa preciosa, con un jardín bellísimo, al lado de una mujer encantadora y dispuesta a contármelo todo.
Al día siguiente me vi sentada en un círculo de 30 mujeres. Había una energía bien intensa, muy poderosa, algo que aún no había tenido oportunidad de experimentar en esta vida. Cuando me tocó el turno de presentarme dije mi nombre, que era profe de yoga, bla,bla y, LO MÁS IMPORTANTE: que era la primera vez en mi vida que sentía que estaba en el lugar adecuado, en el momento adecuado, con las personas adecuadas, haciendo lo que de verdad quería hacer. ¡Lo que lloramos de emoción todas ese día!
El primer fin de semana del curso fue inmejorable. Estuvimos trabajando con rebirthing y yo descubrí muchísimas cosas sobre mí. Hacía unos años había hecho un trabajo con mi maestro de yoga samkhya en el que tenías que escribir tu autobiografía hasta los 25 años. Pero ahora se abrían otras puertas respecto a mi nacimiento y los primeros años de vida. En realidad, se abrían unas puertas gigantes al principio de un camino que no tiene marcha atrás.
Y así intenté regresar a Madrid. Me perdí por Barcelona, era incapaz de encontrar la estación de autobús. Me sentía aturdida, confusa y feliz. Al llegar a mi casa entendí por qué antes de ir para el curso había sentido que me moría. Y es que morí. Algo muy grande se murió dentro mío. Algo que ya no iba a necesitar.  Algo que no sabía explicar qué era exactamente. Pero se murió.